“Los marcianos han llegado ya a jugar fútbol al Monumental” Poeta Jorge Ragal
Yo no creía en los marcianos. Ni siquiera cuando leí Crónicas Marcianas
de Ray Bradbury. Pero una noche entró un marciano por la ventana de
mi pieza (no es chiste), se sentó a los pies de mi cama y me empezó a
hablar de fútbol.
Sabía tanto de fútbol el marciano, que no tuve tiempo ni de preguntarle su
nombre. Sabía que Fernando Riera había sido el deté de la Roja en el mundial
del 62 –será una fiesta universal/ del deporte del balón–, ubicaba a Germán
Casas, cantó canciones de los Ramblers, hasta me habló del enfoque taoísta
del fútbol de Riera, ese del “toque-toque-toque: el gol sale solo” que le carga al
gran Eduardo Bonvalet, pero es la clave del éxito de Barcelona, que deja lona a
sus rivales al sumarle, a este viejo esquema exitoso, afluencia y velocidad.
La carucha verdosa del marciano resplandeció un instante bajo el efecto
radiante de la lechosa luz de la luna: un ojo glauco; el otro, cerúleo. Muy
bellos: achinaditos. Como los del Chino Lihn. Debido a que no sentí miedo ni
lo discriminé (por ser marciano) (y de Marte) (los contactados dicen que son
más bellos los venusianos) y me encantaba escucharlo hablar de fútbol,
se le soltó, aún más, la lengua y tipín dos de la mañana, se fue “en volá”, como
diría la Pati, y empezó a darme las formaciones de la U de los 60, San Luis de
Quillota de los 70, el Colo de los 80, Unión la Calera de los 90, Palestino del
2000, y hasta del actual Temuco de Marcelo Salas que, según él, tiene alas, no
sólo en los talones de los pies, sino en su inmortal alma astral universal.
Me cayó bien el marciano. Buena onda. De repente quise hablarle de cine, y
me dijo:
–Qué más películas quieres que tus propias películas mentales y la película
incesante de la vida cotidiana, y si quieres películas de acción, te llevo en mi
nave espacial y viajamos por el Tiempo ilusorio a la Guerra de Vietnam.
Pensé: el fútbol lo apasiona más. Entonces, y para sorprenderlo, le dije –
parejito, de corrido–, la formación del Lazio de los tiempos de oro de Marcelo
Salas. Y se la dije parejito y de corrido: Marchegiani, Negro, Nesta, Mihajlovic,
Pancaro, Sensini, Simeone, Ravanelli, Stankovic, Verón, Nevdev, Salas.
Se puso de pie, a lo Pedro Carcuro, y aplaudió. “Bravo, bravo –dijo– el que
cultiva la memoria construye un palacio en su conciencia, hecho de imágenes
y dulzura” y se puso a hacer dibujitos con una pelota imaginaria imitando a la
Bruja Verón, en el círculo central del piso de tablas de mi pieza luminosa.
–A ver, ¿en qué equipo jugó Iván Zamorano, cuando Marcelo Salas jugaba
por Lazio?
No vaciló: “por el Inter, junto a Di Baggio, Peruzi y Seedorf; corría el
año 2000”.
Ya estamos en el 2013. El tiempo vuela, le dije. “No, son ustedes, los terrestres,
los que vuelan, de planeta en planeta, encarnación tras encarnación, de
galaxia en galaxia. Son muy afortunados. En cambio nosotros, los marcianos,
estamos encadenados a Marte, como la pelota a la red o el banderín del corner
a un ángulo agudo de 30 grados.
Pelota en la red, pelota en la red: mató-mató-mató-mató, canté, e ipso facto
nombró a Ernesto Díaz Correa. ¿Cómo podrá un marciano oír a un relator de
fútbol? ¿Tendrán radios a pila? Una pila de preguntas se apiló en mi cabeza.
Me puse las pilas y le pregunté por los tres mejores arqueros chilenos de todos
los tiempos.
Dijo que el mejor arquero de Chile había sido Cóndor Rojas, seguido de Osbén
y Sapo Livingstone; encontraba fuera de serie a Gustavo Dalsasso de Everton y
a Felipe Núñez de Palestino.
Luego me dio una cátedra de fútbol, la que resumo al máximo: manifestó que
Chita Cruz fue mejor que Chumpitaz; expresó que Rosenthal fue el Romario
del Pacífico, y se fue al Glasgow de Escocia demasiado temprano; alabó el
fútbol sinfónico de Bielsa; destacó al ingeniero Pellegrini; criticó al Fantasma
Figueroa por enojón; soslayó los errores de Beckenbauer (pasaba de Chile a
Alemania como si nada) (los marcianos son cuánticos: saltan del punto A
al punto C sin pasar por el punto B) (como la poesía astral del poeta Ragal);
fustigó las falencias defensivas; puso entre paréntesis la idea que “no hay
mejor defensa que un buen ataque”; valoró el fútbol italiano, pero discrepó
con dejar todo al contrataque: no en vano el Imperio Romano cayó por
esquemas demasiado defensivos; se abstuvo de opinar de la frase de Valdano:
“El fútbol es un juego que consiste en cerrar y abrir espacios”. Le exigí al
menos una sola razón. Esto dijo: “¿Y qué pasa si un equipo sale a la cancha
decidido a defenderse SIN EL MENOR INTERÉS EN ABRIR LA DEFENSA
RIVAL? Le basta el cero a cero. ¿Deja de jugar al fútbol por eso?” Allí me dejó
marcando ocupado. Allí me cayó la teja –recién–que era hiper lúcido. Más
inteligente al menos que Valdano, que es muy, pero muy inteligente.
Tras cartón, evocó a Elías Figueroa: “de Calera, siendo una caña de bambú,
pasó a Santiago Wandereres, y en Wandereres se convirtió en un roble enorme;
todo quien pasa por Wander’s (así dijo: Wander’s), como Moisés Villaroel, o
Juan Olivares, el Gordon Banks del equipo caturro, y tantos otros, será futura
estrella cristalizada.
Y dele con Wanderito. Y Valparaíso: uno de los 5 puertos más mágicos del
mundo. Los conocía todos. Incluido el Puerto de Palos, de donde zarpó Colón
a descubrir América en 1492.
Y ahí, sentadito, muy cómodo, a los pies de mi cama, recordó ese año cuando
Jorge Peineta Garcés, tiró parriiiiba a “Wanderiiiito”. Así dijo: Wanderiiito:
alargando 3 veces la letra i, tres veces.
Y yo cachúo como dice la Pati, qué onda, socio, tanto con Wandereres, y
¡¡¡otra vez!!!, como si fuese ventrículo del colosal relator Nicanor Molinare
de la Plaza –parejito y de corrido– nombró, uno por uno, a la verdosa oncena
porteña, como sus propias mejillas verdosas: Toro, Garrido, González, Robles,
Villarroel, Neveu, Vergano, Pérez, Vega (Marcelo Vega) Otta, Soyo y Navia ¿El
Choro Navia? Sí, el mismísimo... Choro... Navia...
A esta altura de mi relato, quiero decir que, la semana pasada, en el Monte, a
15 kilómetros de la noble ciudad de La Calera, según el diario El Mercurio de
Valparaíso, murió de un infarto al miocardio, una anciana, al “entrar por la
ventana de su pieza un ser no identificado y sentarse a los pies de su cama”.
Alcanzó a llamar –por celular– a su única hermana, a la ciudad de Limache.
Eso había leído yo, en El Mercurio de Valparaíso, la semana pasada.
Pensar en eso me puso estúpido. Al estúpido ponerme, se me vino la noche
encima: quizá este enano verde no sea tan inocente. Eso pensé. Pero no, era
mi propia mente: me estaba sugestionando. ¡Qué culpa tenía él, quizá el ser
traslúcido, más angélico del universo entero, de mi falaz ignorancia humana;
de mi total “falta de conciencia cósmica”, como diría Stephen Hawkins, de
nosotros.
Estuve al “borde” de meterme un autogol.
Nuestra mentecita “loca” nos mete “autogoles” estúpidos impresionantes.
Seguro: leyó mi mente (son telepáticos). Y plim plim plim, más veloz que una
finta de Garrincha, zarpó, a la noche inmensa, en su fúlgida y melódica
nave espacial.
Se fue por un “pliegue” de la antimateria cósmica.
Sólo alcancé a... VER –con nitidez– (Matta) una vistosa insignia de Santiago
Wandereres, con sus 3 estrellas, –58, 68, 2001– dibujadas de manera prolija y exquisita,
a un costado tornasol de su pequeña nave holográfica, parecida a los
autos “huevitos” de los 60, y me puse a llorar de emoción.
Cuando dejé de llorar, dirigí la vista hacia mi almohada, y sobre ella, el
visitante cuántico había dejado escrito, sobre la funda blanca, a modo de
graffiti, con tinta verdosa, como de tinta instantánea, esta frase:
EL HOMBRE ES UN GOLAZO DE DIOS.
Cuando se fue en el OVNI, caché, por la insignia, que era de Wanderito.